La condición de provinciano del Noroeste argentino, región cuya sola mención evoca historia, tradición e interés por el pasado, lejos de impulsarme a suscribir y a realimentar los lugares comunes propios y ajenos referidos a ella, sirvieron para estimular el sentido crítico y no para plegarme a la admiración complaciente.
De las vivencias locales parece desprenderse no sólo una valoración positiva del terruño, sino también un apego incondicional a él. Para las visiones idealizadas, el pasado suele ser el sitio de lo mejor, y la sola pertenencia al lugar de nacimiento se presenta como credencial suficiente para ostentar orgullo.
Si para algunos localismos los estereotipos suelen ser un seguro y confortable refugio de la autoestima, la cerrazón que ellos traen aparejados provoca rechazo y malhumor en quienes miran más allá de las imaginarias murallas locales; paradójicamente, éstas dificultan el salto del mero fastidio a la distancia crítica.
Entre el apego apasionado a los lugares comunes y el enojo - no menos intenso - contra ese repertorio, se puede abrir una pequeña rendija para conocer, interpretar y comprender mejor esos fragmentos de universo que suelen caer en la tentación de percibirse y de pensarse como un todo exento de los males del resto del mundo.
Cuando eso ocurre, los rasgos propios y la densidad de lo local resultan degradados a localismo, su singularidad se empobrece y caricaturiza, remplazadas por lo tópico y lo superficial. También va a menos cuando, con esos materiales, se forjan imágenes exóticas y pintorescas de realidades ricas y complejas.
Claro que sería un error no menos localista creer que los ejemplos de las provincias que conforman el Noroeste argentino constituyen una excepción, pues este fenómeno es más universal y está más extendido de lo que nuestro amor propio provinciano está dispuesto a admitir. Mal que les pese a quienes tejen imágenes de lo local para el consumo interno y para la exportación, su particularidad poco tiene de originalidad y nada conserva de autenticidad.
En algunas provincias del Noroeste argentino, la región de mayor espesor histórico y de rasgos más singulares, hay una característica que contradice su raigambre antigua y su apego al pasado: esa enorme distancia entre la declaración de respeto a la historia y las actitudes de indiferencia y poco respeto por su patrimonio histórico.
Transformar el sólido y sobrio edificio de una escuela centenaria de La Rioja en un shopping, es quizás el ejemplo más reciente y ofensivo de esa disociación entre la retórica tradicionalista y su práctica. En los últimos años los gestos de desprecio hacia el patrimonio y las agresiones a lo poco auténtico y de valor que queda de él, se multiplican.
Lo simulado no sólo remeda el original sino que termina ocultando y sofocando lo real. La ciudad donde resido no se parece a la ciudad donde nací. En más de medio siglo jamás probé comidas que hoy se promocionan como exponentes de la mejor cocina regional.
Tampoco supe de ciertos cultos presentados como ancestrales ni de su escenificación urbana. Gran parte del actual folklore es artificial y de mal gusto. La oferta de souvenires arrincona las auténticas artesanías. Algunos cultivan una historia escrita y un culto a los héroes destinados al consumo.
El acelerado remplazo de los paisajes urbanos y rurales por construcciones que imitan estudios cinematográficos, platós para rodajes y escenarios virtuales, facilita su utilización como sucedáneos de los entornos naturales. Sofisticados “centros de interpretación” dotados de alta tecnología pero vacíos de objetos remplazan a los museos.
De esta constatación no debe desprenderse una conclusión simplista y pesimista. Esta descripción no trae encapsulada una mirada nostálgica ni sugiere una propuesta inmovilista apoyada en la contraposición entre preservación y cambio, ni entre protección del patrimonio versus los intereses de mercado.
El problema está en que, en nombre de las actuales transformaciones, algunos sectores están convencidos de que, inevitablemente, esos cambios deben hacerse a expensas de la preservación del patrimonio y no buscando los caminos y los instrumentos para que el cuidado de la herencia cultural y los cambios sean compatibles y no antagónicos.
Las ciudades, incluidas las nuestras, se están transformando y son albergues de “lugares consumibles de diversión”. Dentro de alguna de ellas –incluidos cascos antiguos de ciudades europeas- se alzan fachadas que remedan antiguos edificios, que son “una especie de Disneylandia de la historia europea”, anota Mark Terkessidis.
Así como la historia padece por el uso y los abusos con fines políticos facciosos, su narración también está siendo saturada de imágenes efectistas y de anacronismos que facilitan su utilización como material para escenificaciones despojadas de mínimos de rigor y vaciadas de contenidos y de calidad.
El riesgo está, además, en la selección arbitraria de los acontecimientos y personajes de la historia de cuyos retratos se dibujan caricaturas, manipulando sus rasgos con el único interés de entretener, provocar efectos inmediatos o impresiones fuertes.
Estas expresiones son síntomas de la crisis de la cultura y manifestaciones de la actual “civilización del espectáculo” sobre la que acaba reflexionar Vargas Llosa. En ella, la diferencia entre precio y valor tiende a desaparecer: “ambas son ahora una sola, en la que el primero ha absorbido y anulado el segundo”, señala.
No se trata de condenar lo divertido o de rechazar la rentabilidad de ciertos espectáculos. El problema está en erigir el espectáculo, la banalización, el escándalo, la chatarra y el consumo rápido, como cultura. El riesgo consiste en reducir cultura a espectáculo y espectáculo a consumo de productos más resonantes que de calidad.
Lo que llama la atención y añade preocupación es que este desinterés por la preservación del patrimonio histórico cultural ocurra en la Argentina país que, pese a su juventud, fue una línea de avanzada mundial en esta materia. La actual tendencia no sólo contrasta sino que aparece como la negación del temprano impulso de recuperación y cuidado del patrimonio de nuestro país.
En octubre de 1940, a poco más de un siglo de la declaración de nuestra independencia, se creó por ley 12.662 la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos. Esta Comisión surgió seis años antes que la UNESCO, y 32 años antes que esta organización aprobara la “Convención sobre la protección del patrimonio mundial, cultural y natural”.
Que las políticas y las acciones destinadas rescatar y preservar ese patrimonio, incluso precedieron a esa Comisión Nacional, lo demuestra el proyecto para recuperar el edificio del Cabildo de Salta que presentó el 3 de junio de 1934 Carlos Serrey, senador nacional por esa provincia “sembrada de recuerdos”. Construido en 1676 y reconstruido en 1807, ese Cabildo fue rematado por el gobierno de Salta en 1889, año en que pasó a mano de particulares que lo convirtieron en un equivalente a los actuales shoppings.
La aprobación de la iniciativa de Carlos Serrey permitió recuperar el antiguo edificio del Cabildo, el mejor conservado de los que quedaron en pie, cuyo destino no fue otro shopping sino la sede del Museo Histórico Regional. Constituida la Comisión Nacional, ésta tomó posesión de ese Cabildo declarado monumento nacional.
El progreso no puede sustentarse sobre un progresivo deterioro de la herencia recibida. Debería hacerlo sobre su respeto, cuidado y mejora. Hace cuarenta años, los países integrantes de la UNESCO coincidieron en que ese deterioro “o la desaparición de un bien del patrimonio cultural natural constituye un empobrecimiento nefasto del patrimonio de todos los pueblos del mundo”.
La historia debe ser contada con rigor y fidelidad porque es un pilar de la identidad de la comunidad involucrada. El patrimonio debe ser conservado con el mismo respeto y fidelidad porque es el testimonio de esa historia. El desafío es preservar en una época de cambios que debe y puede lograr que esas transformaciones respeten y preserven el patrimonio histórico, cultural y natural.-
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