"Antes de formarte en el vientre
materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado,
te había constituido profeta para las naciones.. Ellos combatirán contra ti,
pero no te derrotarán, porque yo estoy contigo para librarte "(Jeremías 1,
5-19)
La codicia y la avaricia son consideradas vicios nocivos para la
vida social, ya que se nutren del egoísmo más profundo del corazón humano y del
sufrimiento de los demás, especialmente de los más desposeídos, sean de sí
mismos o de recursos materiales. La propagación de la droga a todos los niveles
sociales y distintas edades genera grandes riquezas para unos pocos y daño
irreparable en las personas, en la familia y en la sociedad toda.
Muchas
madres y padres peregrinan en el país por las oficinas públicas pidiendo ayuda,
o por las fundaciones afines, a veces con poca o nada de soluciones o ayuda.
Para muchas familias, especialmente las más vulnerables, encontrar personas
carismáticas como dirigentes sociales, o sacerdotes, o religiosas, o pastores
evangélicos que pongan sus oídos a la escucha les da esperanza, les permite
creer en sí mismos, recuperar la conciencia de su propia dignidad y decir,
"para alguien somos importantes", "Dios no nos ha
abandonado".
Así
surgieron en nuestra región figuras fuertes como el padre Ernesto Martearena en
Salta, el padre Chifri en la Puna, el padre Pepe Di Paola en la villas
porteñas, el padre Pedro Pablo Opeka en Africa, el padre Juan
Viroche en Delfín
Gallo y La Florida, el mismo obispo de Añatuya, José Melitón Chavez, siendo cura en la
costanera del Rio Salí en Tucumán. Cada uno en su estilo, con mucho, poco o
nada de apoyo de su propia institución, se preocuparon por poner una oreja en
el pueblo y otra en el Evangelio de Cristo, pasar sus escuchas por el tamiz del
corazón y ponerse, de una, los problemas de la gente al hombro como carga un
pastor a la oveja herida o más débil.
Cada
noche y cada mañana viene a mi mente la figura del Padre Juan Viroche y no
puedo alejar esa mirada de dolor e impotencia que se percibe en sus
fotografías. Pienso en la impotencia que sentía en una pelea desigual con el
mal, con el misterio del mal, encarnado en los mercaderes de la muerte, movidos
por la codicia y la avaricia. Un enemigo sin rostro, sin clase social, sin
límites ni fronteras, sin corazón, sin piedad, sin compasión, el misterio del
mal inmisericorde. Ese es el mal, el que se ríe socarronamente de todos
nosotros, el acusador de nuestros hermanos, el que le echa en cara a Dios la
flaqueza de su obra, que somos nosotros. Pienso en el pueblo del Delfín Gallo,
y en La Florida, en su gente, el lugar donde murió de modo inexplicable aún,
pienso en los niños que recibieron su primera comunión de las manos consagradas
de Juan durante estos últimos años. Pienso en las familias, en los ancianos, en
los jóvenes, en las madres que sufren las adicciones de sus hijos.
Y
recuerdo los comienzo de 1967, después del nefasto decreto del general Onganía
del año 1966, que cerraba once ingenios azucareros en la provincia de Tucumán
con una sola firma, generando un caos de desocupación con más de cincuenta mil
personas en la calle, algo sin precedentes en la historia de la Patria. Y no
puedo borrar la imagen de la gente de Delfín Gallo, de obreros y empleado,
hombres rudos, curtidos por el trabajo, llorando por su Ingenio Esperanza, en
una procesión religiosa dirigida por el padre Antonio Alderete, en ese momento
párroco de la Florida que acompañó al comienzo la lucha de ese pueblo. Un
pueblo que ya sufrió un trauma, como casi todo Tucumán, peor que un espantoso
terremoto. Un pueblo que no pudo levantar cabeza y fue desdibujando su
identidad y pertenencia. Un pueblo que hoy sufre otro trauma, tan grave como
aquel de 1966, un ataque certero a su corazón, una herida de muerte a la
esperanza con la muerte del cura Juan.
Entonces
pienso, que es hora de que alguien toma la posta que dejó Juan Viroche, pero no
como kamikaze, sino como institución. Pienso en una Iglesia preocupada por los
pobres, pienso en una Iglesia puesta en salida, en misión para consolar,
contener tanto dolor popular, no en la prepotencia y la indiferencia, no el
encierro en las sacristías, pienso en un ejército de consagrados y consagradas
visitando cada casa del lugar, una verdadera obra de misericordia, conteniendo
a los jóvenes y niños que caminan hacia la in-creencia en el sistema, en la
sociedad, en las instituciones; pienso en los adultos y ancianos que una vez
más fueron heridos en su esperanza con la muerte del Padre Juan
Viroche, como lo fue en el cierre del ingenio.
No
es sólo un problema de tucumanos, están aquí, también en Salta, entre nosotros.
La codicia y la avaricia disfrazadas, imperceptibles, y vienen por nuestro
futuro, los niños y los jóvenes.-
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