Lic. Félix González Bonorino |
El hilo delgado de luz recorrió veloz el frío aire
de la noche de otoño, certero.
Apenas una ligera traza de brillo en la oscuridad,
que desaparece entre la tela clara de la camisa con un susurro, entre las
carnes, tibias aun, con un grito. Para volver a salir, punzante. Preparado. Letal.
Otro recorrido directo de la luz hacia la ropa, el
pecho, el coraje. Otro susurro, otro grito.
La luz que produce oscuridad, en la oscuridad de la
noche.
Los tiempos se alargan. Segundos que parecen
minutos, momentos que parecen eternos y sin embargo el final llega. El final es
el mismo.
La pequeña mano que esgrime la luz se mueve
certera. En el aire, solo alcohol se siente. Solo movimientos lentos envueltos
en ropa clara. Movimientos torpes. La mano no. La mano corre con ventaja.
Los faroles, escasos, vuelven a reflejarse en ese
encuentro de caras, en esa arista aguda, lisa, única.
La luz se desplaza rápida y violenta, esquivando el
manotazo de defensa para ingresar al grito sordo de una voz que se apaga y que
la mano pretende enmudecer, para siempre.
El aire se escapa, las piernas flaquean. La camisa
se desploma. Tal vez sobre la mano, tal vez sobre la luz, tal vez sobre la
vida.
El otoño avanza y junto con él avanza la noche. Fría,
oscura.
Dos últimas curvas trazará la luz en medio de la
noche, en medio de la espalda, en medio de la vida.
Parábolas cobardes de almas negras. Espíritus
revueltos en sus propias miserias que arrastrarán para siempre la culpa.
Otro susurro, otro grito y junto con él la sangre
brota, ahora sí, mortal. También oscura.
El tiempo, ese sujeto misterioso, se estira y se
acorta al mismo tiempo.
De pie, junto al caído, sin un rasguño encima, la
mano patea, insensible, vengativa de nada. No hay antecedente. No hay
explicación tampoco. Razón ausente. Odio presente.
El tiempo no pasa nunca, el tiempo se acaba.
La oscuridad llama a la oscuridad, unificándola. No
hay oscuridades, todas se sumergen en la unidad de la oscuridad final, como el
otoño termina en el invierno.
La luz desaparece, es ocultada. Un pozo de tierra
en Salta, un tacho de basura en Barcelona, da lo mismo. Hay que oscurecer la
escena, hay que tapar la luz, todas las luces.
La complicidad en Salta, la soledad en Paseo de
Gracia, hacen suyo este trabajo.
La luz mira de frente la cara de los cómplices y
les pide ayuda. Les reclama bajezas. Y allá van, con su negro destino, con sus
almas perdidas, atadas a la mano y a la luz con el hilo tejido por las Moiras
para cada uno y para todos.
Ingenuos y malditos, cambian luz mortal por brillo
vítreo. Acero por cristal e insisten.
Traiciones suplementarias, inexplicables.
El tiempo avanza, el final se acerca.
Los cómplices de pié observan su obra yacente.
Inconscientes o tal vez realistas, se deleitan del resultado. La luz ya no
está. Solo queda su obra. Su oscura obra.
El 19 de
noviembre de 1999, en el barrio de Gràcia de Barcelona, muere asesinada por un
desconocido Ángeles Chibán. Otoño.
El 1º de junio de 2013, en el Bº el Huaico de
Salta, muere asesinado por un conocido y sus cómplices Javier Trogliero. Otoño.
Amigos de niños entre sí, jugaron juntos en la
Salta de su infancia. Compartieron amigos, fiestas, asados, despertares,
sueños.
Las Moiras se
reúnen mientras tejen y cantan una monótona tonada: Aletheia, aletheia,
aletheia. (Verdad, verdad, verdad)
Aquel crimen quedó impune. Esperemos que este no.
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