lunes, 28 de marzo de 2011

Federalismo simulado, Unitarismo real

Gregorio A. Caro Figueroa
Editorial del número de marzo de 2011 de la revista "Todo es Historia".

A comienzos del siglo XX, remando contra corriente, Rodolfo Rivarola (1857-1942) provocó reacciones por haberse propuesto someter a crítica uno de los pilares sobre los que se apoya nuestra Constitución: el federalismo. Desde el título, su libro Del régimen federativo al unitario (1908) parecía una provocación o, cuando menos, un error de imprenta.

Si bien reconocía que el régimen federal consagrado en la Constitución fue útil para organizar el país y para satisfacer “sanos anhelos patrióticos”, había dejado de serlo hacia 1880. La centralización arrinconó al federalismo que “tenía todos los costos de tan complejo sistema y ninguno de sus beneficios”, observó Ezequiel Gallo.

La Argentina es un país con códigos unificados, exceptuando los códigos de procedimientos librados a la iniciativa de las provincias. Su sistema impositivo es disperso y superpuesto. Hay que tributar al Estado nacional, al provincial y a las administraciones locales. Para superar esto, recomendaba ir hacia un gobierno unitario con régimen municipal. Así, de un plumazo, eliminaba a las provincias, piezas claves en el diseño de Alberdi del federalismo mixto.

Admitió que esa Constitución había sacado al país de treinta años de guerras civiles atizadas por pasiones localistas, odios salvajes y ambiciones estrechas. Pudo servir “para aquel momento en que las provincias pobres y desiertas jugaban a las naciones y los caudillos que las regían celebraban tratados con solemnidad de monarcas”.

Medio siglo después de sancionada la Constitución, propugnar el tránsito del sistema federal al unitario parecía no sólo extemporáneo y retrógrado, sino francamente descabellado. Debido a esas opiniones, Victorino de la Plaza no avaló la designación de Rivarola como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Si a estas ideas se añade su propuesta de privar del derecho al voto a los analfabetos, Rivarola aparecía como abogado del diablo e instigador de la destrucción de la arquitectura institucional del país, incluida su crítica a un sistema presidencialista omnipotente. Esto no impidió que Rivarola se definiera democrático y republicano.

Los excesos en que incurrió en algunas de sus propuestas, como anexar Santiago del Estero y Catamarca a Tucumán, y restituir a Jujuy a la jurisdicción de Salta; otorgar al presidente la facultad de designar gobernadores y la creencia de que el unitarismo evitaría la omnipotencia del Poder Ejecutivo y el hiper presidencialismo absorbente, no invalidan el valor de sus críticas.

Ese presidencialismo “movió en el tablero de la República, como peones de ajedrez, gobernadores, ministros y diputados nacionales y provinciales”. ¿Por qué escandalizarse con la idea de que el presidente, públicamente, nombre a los gobernadores, como ocurría antes de 1820? El escándalo es que designen gobernadores de forma solapada.

Considerando que el concepto ‘federalismo’ se había desvirtuado, Rivarola sometió a crítica ese dogma “que vive en la creencia de los argentinos. Dogma que se discute perece y “el federalismo argentino perecerá″”. Cuestionar el federalismo, verdad definitiva e intangible, era una herejía. El federalismo es un régimen transitorio, no eterno.

Rivarola era conciente de que sus detractores presentarían esas ideas como un llamado a reavivar la lucha entre unitarios y aquellos federales que equiparaban federación a soberanía local. Ante este riesgo, el autor advirtió que cualquier cambio político debía imponerse de forma gradual, no traumática, y por la razón y no por la violencia.

La forma republicana debía ser mejorada y garantizada, afirmó. No debe ser sacrificada “al concepto de las autonomías provinciales, disfraz de la arbitrariedad de los gobernadores”, mandones en sus feudos, manipuladores de la justicia y proclives a la corrupción.

Más que de autonomías provinciales, habría que hablar de soberanías provinciales y de localismos refractarios a integrarse en el todo nacional y contrarios a la tendencia hacia lo que hoy llamamos globalización. Localismos no exclusivos de provincias interiores: el porteño no fue menos enfático que aquellos. Para Rivarola, cierta forma de federalismo no expresa diversidad sino disolución y dispersión.

Rivarola recuerda que, cuatro días después de sancionada la Constitución de 1853, los convencionales firmaron un documento poco conocido en el que manifestaban que en sus trabajos habían quitado al término federal de lo que éste tenía “de peligroso en la vaga y absurda significación vulgarmente recibida”.

Hasta allí, por federación no se entendía un mecanismo institucional para conciliar, articular y equilibrar las partes de un todo, sino como terreno de confrontación donde las partes aparecían contrapuestas y en antagonismo con el todo, con lo que el unitarismo sería la versión invertida de esa misma idea.

El federalismo se pervertía al transformarse en ejercicio de un centralismo despótico al interior de provincias gobernadas por mandones arbitrarios y vitalicios. El federalismo no podía reducirse “a un pacto de conservación entre capitanejos”, añadían los constituyentes.

Esa particular versión no sólo estaba divorciada de los principios republicanos, sino que se había presentado como su más flagrante violación. Esos capitanejos se envolvían en la bandera de un federalismo a medida de sus intereses personales. Detrás de ese rótulo concentraron el poder en un puño, no respetaron las leyes, mataron, persiguieron y privaron de derechos a sus opositores.

A partir de 1825, para cubrir el vacío institucional que sobrevino al derrumbarse la administración española, los gobernantes criollos habían tenido que echar mano a parte de la legislación y de las antiguas instituciones que rigieron durante más de dos siglos y medio.

De modo parecido, para organizar el país en 1853 dotándolo de Constitución, se recurrió a los mismos generales y gobernadores que durante diez o veinte años habían “tenido el dominio personal, más o menos absoluto de todo el país”, dictando leyes y constituciones “bajo el lema de muerte de los adversarios políticos”.

Medio siglo después, la situación apenas había cambiado. Al momento de editar Del régimen federativo al unitario, estaba en ciernes la reforma política destinada a garantizar la participación ciudadana y la limpieza electoral. Aunque valioso, aquel proyecto reformista no incluía la reformulación del federalismo ni la superación de sus vicios.

Rivarola denunció la intervención del Poder Ejecutivo Nacional y del gobernador de Buenos Aires empeñados en tutelar, dirigir y controlar la composición del Congreso. La reforma política no revirtió los vicios de ese federalismo simulado: la profundizó, acentuando la centralización con una escalada de intervenciones federales.

Rivarola no pensó una reforma del régimen federal con una visión estrecha, reducida a lo político-institucional. En su libro rescata el valor de la cultura común “como obra nacional”, en la que el protagonismo corresponde a sociedades y gobiernos locales y no al gobierno central.

No hay reforma posible dando la espalda a la cultura y sin mejorar la educación. Rivarola no levantó la bandera de la discordia entre unitarios y federales, sino aquella otra que expresaba sus “deseos más íntimos de paz y libertad, seguridad y justicia para todos los que habitan y lleguen a habitar el suelo argentino”.

Recuerda Bernardo González Arrili que los universitarios de comienzos de siglo llamaban a Rivarola “el Último Unitario”. El calificativo tiene el atractivo de lo simple, pero empobrece a un pensador crítico que asumió la difícil tarea de ser el primer lúcido crítico de nuestro pertinaz federalismo simulado.-

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