Lic. Felipe Medina
El 1 de
febrero de 2018, el diario El Tribuno publicaba un título muy impactante: “El
ingenio San Isidro confirmó su cierre definitivo ante el Ministerio de
Trabajo”. Para muchos era un título que hablaba de la crisis de una fábrica
como tantas en este tiempo cambios políticos y económicos, o el cierre de una
fuente de trabajo, lo que parece un deporte nacional practicado desde hace
muchos años, en la república perdida y en la década ganada.
Leer
ese título tan contundente me provocó un fuerte escalofrío, rememorando una
etapa traumática de la infancia, un temblor interior que trajo a mi mente
aquellas imágenes de 1966 en Tucumán. Corría el mes de agosto, mes largo y
ventoso, junto a los rumores en el pueblo sobre el cierre del ingenio
Esperanza, fundado por Wenceslao Posse en 1845.
Este
ingenio fue el primero en incorporar las calderas a vapor traídas de
Inglaterra, al punto de generar luz eléctrica con usina propia antes que la
misma ciudad de Buenos Aires. Allí trabajaron mis abuelos y, probablemente, las
generaciones anteriores que pertenecían al círculo social de ese tiempo.
La
fábrica daba origen al pueblo casi como un feudo, y crecían así los servicios
que se proyectaban desde el mismo ingenio como la escuela, el hospital, la
botica y el club social y deportivo. Las viviendas de empleados y obreros eran
diferentes, pero todas construidas de manera sólida en adobe y tejas españolas
con vigas de quebracho que hoy aun se mantienen en pie. Los peones para pelar
cañas llegaban desde el norte y fundamentalmente del campo santiagueño. Había
todo un lenguaje propio de la zafra, hoy prácticamente desaparecido.
La
escuela recibía a todos los niños de la zona, desde los hijos de los jefes
hasta los del último peón y no había grieta en la infancia, como decía un
médico tucumano, Julio Marteau: “Vivir la infancia en el ingenio azucarero era
un verdadero paraíso terrenal”.
Podríamos
discutir mucho acerca de la actitud esclavista de algunos hacendados, de las
historias del perro familiar y otros recursos de dominio, pero no podemos negar
la proyección social que tenían estas industrias en el crecimiento de la
sociedad y la solidaridad de los habitantes de estos feudos.
En 1966
cambió la historia económica, política y social de Tucumán para siempre.
Esperanza se cerro por el decreto del presidente de facto Juan Carlos Onganía
haciendo realidad los rumores del pueblo. El decreto catastrófico del
presidente puso una bisagra en la historia para dar vuelta no sólo una página,
sino para cambiar de libro de manera definitiva. Y hasta hoy, a pesar de que la
provincia vecina reconvirtió en gran parte su economía de monocultivo y fue
beneficiada con la radicación de varias industrias, no logró encontrar el
camino que lleve a la paz social y al progreso.
El
cierre, casi masivo, de los ingenios en Tucumán dejó a más de 50 mil
trabajadores sin empleo y promovió la migración de mas de 250 mil personas
fuera de la provincia, transformando su estructura socio económica. Un plan
bien orquestado que comenzó en 1966 y se consumó en 1976, con el
desmantelamiento total de los ingenios cerrados, aun de aquellos que más
resistieron, como fue el caso de Esperanza. Un plan organizado que sólo
favoreció la concentración de la riqueza en pequeños grupos afines al sistema liberal,
con el apoyo del estado militar y la complicidad de algunos sectores
sindicales. La Fotia (Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera),
que había presentado un plan para nacionalizar los ingenios en problemas,
propuso, además, un camino ordenado de reconversión de algunas fábricas hacia
la diversificación de la producción y, por ello, quizás, esta institución y sus
dirigentes fueron el objetivo principal de Operativo Independencia de 1975 para
liquidar de manera contundente, la lucha obrera. El cierre sorpresivo de una
fábrica azucarera tiene una implicancia mayor al número de obreros y empleados
con sus familias incluidas que pierden su fuente de ingresos. Implica
proveedores de productos agroindustriales, cañeros independientes con el personal
a cargo, comercios y servicios de la zona de influencia y un impacto socio
económico para todo el estado provincial.
El
Operativo Tucumán implementado por el gobierno local en 1967 para los empleados
y obreros de los ingenios cerrados fue el acto más miserable de degradación de
la dignidad humana. Ver a empleados calificados con oficios en las fábricas
azucareras desmalezando y cavando zanjas era como ver a los hombres castigados
a trabajos forzados. ¿Alguien pudo estudiar cómo vivió esa gente y cómo
terminaron sus vidas?
¿Serán
capaces los gobernantes, legisladores, gremialistas, intelectuales y la
sociedad en general de imaginar al menos caminos de superación de la pobreza,
el desempleo y la precariedad laboral a la que están sometidos muchos comprovincianos
en esta Salta del siglo XXI?
Es
necesario el estudio, el compromiso y las acciones concretas para construir el
presente y el futuro de una provincia que depende, no pocas veces, del estado
climatológico y las coyunturas de las políticas nacionales e internacionales
como si no tuviera identidad o al menos un plan a largo y corto plazo.
La
amenaza del cierre del ingenio San Isidro y la problemática del ingenio El
Tabacal no son problemas del pasado ni muchos menos ajenos a la ciudad de
Salta, y los paliativos, en estas circunstancias, no alcanzan. Es necesario que
el Estado sea el garante de la justicia y la verdad en estos nuevos procesos
industriales con sus implicancias económicas y sociales.
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