jueves, 22 de febrero de 2018

La industria azucarera, en la mira






Lic. Felipe Medina







          El 1 de febrero de 2018, el diario El Tribuno publicaba un título muy impactante: “El ingenio San Isidro confirmó su cierre definitivo ante el Ministerio de Trabajo”. Para muchos era un título que hablaba de la crisis de una fábrica como tantas en este tiempo cambios políticos y económicos, o el cierre de una fuente de trabajo, lo que parece un deporte nacional practicado desde hace muchos años, en la república perdida y en la década ganada.
          Leer ese título tan contundente me provocó un fuerte escalofrío, rememorando una etapa traumática de la infancia, un temblor interior que trajo a mi mente aquellas imágenes de 1966 en Tucumán. Corría el mes de agosto, mes largo y ventoso, junto a los rumores en el pueblo sobre el cierre del ingenio Esperanza, fundado por Wenceslao Posse en 1845.
          Este ingenio fue el primero en incorporar las calderas a vapor traídas de Inglaterra, al punto de generar luz eléctrica con usina propia antes que la misma ciudad de Buenos Aires. Allí trabajaron mis abuelos y, probablemente, las generaciones anteriores que pertenecían al círculo social de ese tiempo.
          La fábrica daba origen al pueblo casi como un feudo, y crecían así los servicios que se proyectaban desde el mismo ingenio como la escuela, el hospital, la botica y el club social y deportivo. Las viviendas de empleados y obreros eran diferentes, pero todas construidas de manera sólida en adobe y tejas españolas con vigas de quebracho que hoy aun se mantienen en pie. Los peones para pelar cañas llegaban desde el norte y fundamentalmente del campo santiagueño. Había todo un lenguaje propio de la zafra, hoy prácticamente desaparecido.
          La escuela recibía a todos los niños de la zona, desde los hijos de los jefes hasta los del último peón y no había grieta en la infancia, como decía un médico tucumano, Julio Marteau: “Vivir la infancia en el ingenio azucarero era un verdadero paraíso terrenal”.
          Podríamos discutir mucho acerca de la actitud esclavista de algunos hacendados, de las historias del perro familiar y otros recursos de dominio, pero no podemos negar la proyección social que tenían estas industrias en el crecimiento de la sociedad y la solidaridad de los habitantes de estos feudos.
          En 1966 cambió la historia económica, política y social de Tucumán para siempre. Esperanza se cerro por el decreto del presidente de facto Juan Carlos Onganía haciendo realidad los rumores del pueblo. El decreto catastrófico del presidente puso una bisagra en la historia para dar vuelta no sólo una página, sino para cambiar de libro de manera definitiva. Y hasta hoy, a pesar de que la provincia vecina reconvirtió en gran parte su economía de monocultivo y fue beneficiada con la radicación de varias industrias, no logró encontrar el camino que lleve a la paz social y al progreso.
         El cierre, casi masivo, de los ingenios en Tucumán dejó a más de 50 mil trabajadores sin empleo y promovió la migración de mas de 250 mil personas fuera de la provincia, transformando su estructura socio económica. Un plan bien orquestado que comenzó en 1966 y se consumó en 1976, con el desmantelamiento total de los ingenios cerrados, aun de aquellos que más resistieron, como fue el caso de Esperanza. Un plan organizado que sólo favoreció la concentración de la riqueza en pequeños grupos afines al sistema liberal, con el apoyo del estado militar y la complicidad de algunos sectores sindicales. La Fotia (Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera), que había presentado un plan para nacionalizar los ingenios en problemas, propuso, además, un camino ordenado de reconversión de algunas fábricas hacia la diversificación de la producción y, por ello, quizás, esta institución y sus dirigentes fueron el objetivo principal de Operativo Independencia de 1975 para liquidar de manera contundente, la lucha obrera. El cierre sorpresivo de una fábrica azucarera tiene una implicancia mayor al número de obreros y empleados con sus familias incluidas que pierden su fuente de ingresos. Implica proveedores de productos agroindustriales, cañeros independientes con el personal a cargo, comercios y servicios de la zona de influencia y un impacto socio económico para todo el estado provincial.
       El Operativo Tucumán implementado por el gobierno local en 1967 para los empleados y obreros de los ingenios cerrados fue el acto más miserable de degradación de la dignidad humana. Ver a empleados calificados con oficios en las fábricas azucareras desmalezando y cavando zanjas era como ver a los hombres castigados a trabajos forzados. ¿Alguien pudo estudiar cómo vivió esa gente y cómo terminaron sus vidas?
         ¿Serán capaces los gobernantes, legisladores, gremialistas, intelectuales y la sociedad en general de imaginar al menos caminos de superación de la pobreza, el desempleo y la precariedad laboral a la que están sometidos muchos comprovincianos en esta Salta del siglo XXI?
           Es necesario el estudio, el compromiso y las acciones concretas para construir el presente y el futuro de una provincia que depende, no pocas veces, del estado climatológico y las coyunturas de las políticas nacionales e internacionales como si no tuviera identidad o al menos un plan a largo y corto plazo.
         La amenaza del cierre del ingenio San Isidro y la problemática del ingenio El Tabacal no son problemas del pasado ni muchos menos ajenos a la ciudad de Salta, y los paliativos, en estas circunstancias, no alcanzan. Es necesario que el Estado sea el garante de la justicia y la verdad en estos nuevos procesos industriales con sus implicancias económicas y sociales.

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