Gregorio A. Caro Figueroa
Editorial del número de marzo de 2011 de la revista "Todo es Historia".
A comienzos del siglo XX, remando contra corriente, Rodolfo Rivarola (1857-1942) provocó reacciones por haberse propuesto someter a crítica uno de los pilares sobre los que se apoya nuestra Constitución: el federalismo. Desde el título, su libro Del régimen federativo al unitario (1908) parecía una provocación o, cuando menos, un error de imprenta.
Si bien reconocía que el régimen federal consagrado en la Constitución fue útil para organizar el país y para satisfacer “sanos anhelos patrióticos”, había dejado de serlo hacia 1880. La centralización arrinconó al federalismo que “tenía todos los costos de tan complejo sistema y ninguno de sus beneficios”, observó Ezequiel Gallo.
La Argentina es un país con códigos unificados, exceptuando los códigos de procedimientos librados a la iniciativa de las provincias. Su sistema impositivo es disperso y superpuesto. Hay que tributar al Estado nacional, al provincial y a las administraciones locales. Para superar esto, recomendaba ir hacia un gobierno unitario con régimen municipal. Así, de un plumazo, eliminaba a las provincias, piezas claves en el diseño de Alberdi del federalismo mixto.
Admitió que esa Constitución había sacado al país de treinta años de guerras civiles atizadas por pasiones localistas, odios salvajes y ambiciones estrechas. Pudo servir “para aquel momento en que las provincias pobres y desiertas jugaban a las naciones y los caudillos que las regían celebraban tratados con solemnidad de monarcas”.
Medio siglo después de sancionada la Constitución, propugnar el tránsito del sistema federal al unitario parecía no sólo extemporáneo y retrógrado, sino francamente descabellado. Debido a esas opiniones, Victorino de la Plaza no avaló la designación de Rivarola como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Si a estas ideas se añade su propuesta de privar del derecho al voto a los analfabetos, Rivarola aparecía como abogado del diablo e instigador de la destrucción de la arquitectura institucional del país, incluida su crítica a un sistema presidencialista omnipotente. Esto no impidió que Rivarola se definiera democrático y republicano.
Los excesos en que incurrió en algunas de sus propuestas, como anexar Santiago del Estero y Catamarca a Tucumán, y restituir a Jujuy a la jurisdicción de Salta; otorgar al presidente la facultad de designar gobernadores y la creencia de que el unitarismo evitaría la omnipotencia del Poder Ejecutivo y el hiper presidencialismo absorbente, no invalidan el valor de sus críticas.
Ese presidencialismo “movió en el tablero de la República, como peones de ajedrez, gobernadores, ministros y diputados nacionales y provinciales”. ¿Por qué escandalizarse con la idea de que el presidente, públicamente, nombre a los gobernadores, como ocurría antes de 1820? El escándalo es que designen gobernadores de forma solapada.
Considerando que el concepto ‘federalismo’ se había desvirtuado, Rivarola sometió a crítica ese dogma “que vive en la creencia de los argentinos. Dogma que se discute perece y “el federalismo argentino perecerá″”. Cuestionar el federalismo, verdad definitiva e intangible, era una herejía. El federalismo es un régimen transitorio, no eterno.
Rivarola era conciente de que sus detractores presentarían esas ideas como un llamado a reavivar la lucha entre unitarios y aquellos federales que equiparaban federación a soberanía local. Ante este riesgo, el autor advirtió que cualquier cambio político debía imponerse de forma gradual, no traumática, y por la razón y no por la violencia.
La forma republicana debía ser mejorada y garantizada, afirmó. No debe ser sacrificada “al concepto de las autonomías provinciales, disfraz de la arbitrariedad de los gobernadores”, mandones en sus feudos, manipuladores de la justicia y proclives a la corrupción.
Más que de autonomías provinciales, habría que hablar de soberanías provinciales y de localismos refractarios a integrarse en el todo nacional y contrarios a la tendencia hacia lo que hoy llamamos globalización. Localismos no exclusivos de provincias interiores: el porteño no fue menos enfático que aquellos. Para Rivarola, cierta forma de federalismo no expresa diversidad sino disolución y dispersión.
Rivarola recuerda que, cuatro días después de sancionada la Constitución de 1853, los convencionales firmaron un documento poco conocido en el que manifestaban que en sus trabajos habían quitado al término federal de lo que éste tenía “de peligroso en la vaga y absurda significación vulgarmente recibida”.
Hasta allí, por federación no se entendía un mecanismo institucional para conciliar, articular y equilibrar las partes de un todo, sino como terreno de confrontación donde las partes aparecían contrapuestas y en antagonismo con el todo, con lo que el unitarismo sería la versión invertida de esa misma idea.
El federalismo se pervertía al transformarse en ejercicio de un centralismo despótico al interior de provincias gobernadas por mandones arbitrarios y vitalicios. El federalismo no podía reducirse “a un pacto de conservación entre capitanejos”, añadían los constituyentes.
Esa particular versión no sólo estaba divorciada de los principios republicanos, sino que se había presentado como su más flagrante violación. Esos capitanejos se envolvían en la bandera de un federalismo a medida de sus intereses personales. Detrás de ese rótulo concentraron el poder en un puño, no respetaron las leyes, mataron, persiguieron y privaron de derechos a sus opositores.
A partir de 1825, para cubrir el vacío institucional que sobrevino al derrumbarse la administración española, los gobernantes criollos habían tenido que echar mano a parte de la legislación y de las antiguas instituciones que rigieron durante más de dos siglos y medio.
De modo parecido, para organizar el país en 1853 dotándolo de Constitución, se recurrió a los mismos generales y gobernadores que durante diez o veinte años habían “tenido el dominio personal, más o menos absoluto de todo el país”, dictando leyes y constituciones “bajo el lema de muerte de los adversarios políticos”.
Medio siglo después, la situación apenas había cambiado. Al momento de editar Del régimen federativo al unitario, estaba en ciernes la reforma política destinada a garantizar la participación ciudadana y la limpieza electoral. Aunque valioso, aquel proyecto reformista no incluía la reformulación del federalismo ni la superación de sus vicios.
Rivarola denunció la intervención del Poder Ejecutivo Nacional y del gobernador de Buenos Aires empeñados en tutelar, dirigir y controlar la composición del Congreso. La reforma política no revirtió los vicios de ese federalismo simulado: la profundizó, acentuando la centralización con una escalada de intervenciones federales.
Rivarola no pensó una reforma del régimen federal con una visión estrecha, reducida a lo político-institucional. En su libro rescata el valor de la cultura común “como obra nacional”, en la que el protagonismo corresponde a sociedades y gobiernos locales y no al gobierno central.
No hay reforma posible dando la espalda a la cultura y sin mejorar la educación. Rivarola no levantó la bandera de la discordia entre unitarios y federales, sino aquella otra que expresaba sus “deseos más íntimos de paz y libertad, seguridad y justicia para todos los que habitan y lleguen a habitar el suelo argentino”.
Recuerda Bernardo González Arrili que los universitarios de comienzos de siglo llamaban a Rivarola “el Último Unitario”. El calificativo tiene el atractivo de lo simple, pero empobrece a un pensador crítico que asumió la difícil tarea de ser el primer lúcido crítico de nuestro pertinaz federalismo simulado.-
Pensando el futuro regional desde el disenso. Las ideas expresadas son exclusiva responsabilidad de los autores. De ninguna manera reflejan una opinión grupal, colectiva ni tampoco del administrador del Grupo.
lunes, 28 de marzo de 2011
jueves, 17 de marzo de 2011
La prohibición de la ONU y el coqueo en la Argentina
RICARDO N. ALONSO, Doctor en Ciencias Geológicas (UNSA-Conicet)
El Tribuuno de Salta; 14 feb 2011
La ONU pidió que se elimine el coqueo, esto es, el consumo ancestral de la hoja de coca. No me interesa traer a colación los conocidos argumentos de que si el vino es malo o es causa de accidentes, entonces habría que prohibir la uva; o que si el cigarrillo da cáncer a los fumadores luego de varios miles de atados, entonces hay que prohibir el tabaco. O en sentido contrario, de que los gringos deberían prohibir la Coca-Cola, o dejar de mascar tabaco, o dejar de comer hamburguesas y toda la comida chatarra. Aquí la cosa pasa por la ignorancia. Estos personajes, que se ocupan del narcotráfico a nivel internacional y que viven en los países que tienen el mayor consumo del mundo de estupefacientes, desconocen que en nuestra región andina el coqueo se remonta al período Holoceno. Nuestros pueblos, en aquellas lejanas épocas, ya habían descubierto la importancia de la hoja de coca y de la utilización de sustancias alcalinas para una mejor lixiviación de los alcaloides contenidos en la hoja. Usaban ellos la hoja de la coca y la yista, que preparaban con cenizas de plantas y otras sustancias carbonatadas y bicarbonatadas.
En el Perú se encontró un lugar (Valle de Nanchoc) con evidencias de hojas de coqueo y yista que datan de 8.000 años antes del presente (6.000 años antes de Cristo), asociado a habitaciones y fogones. O sea, en los Andes Centrales de América del Sur coqueamos (con yista incluida) desde hace 8.000 años, cuando los americanos del norte estaban corriendo desnudos delante de los búfalos. El hallazgo de esa coca tan antigua, las evidencias de que fue masticada y de que se usó yista para su lixiviación alcalina fue realizado por el Dr. Tom D. Dillehay y su equipo del Departamento de Antropología de la Universidad de Vanderbilt, Nashville, en Estados Unidos. Dillehay publicó un interesante trabajo en la revista científica Antiquity N§ 84 (2010), págs. 939-953, titulado “Early Holocene coca chewing in northern Peru” (“El masticado de la coca en el Holoceno temprano del norte del Perú)”, junto a un grupo de colaboradores americanos, peruanos y chilenos. Es decir que desde hace -al menos- ocho mil años los americanos del sur en el espacio andino mastican coca. Y lo hacen porque es una costumbre cultural, ancestral, arraigada profundamente en el ser andino. Costumbre que se transmite de padres a hijos. Que está en el nacimiento y en la muerte, en los festejos y en las alegrías, en la meditación profunda, en el remedio y en la enfermedad, en las penas y en las tristezas, en la magia y en el rito, está en todas partes, transversal y verticalmente: omnipresente. Para el hombre de campo, para el trabajador, para el minero, la coca es amiga y compañera, es confidente de penas y glorias, es parte íntima de su ser. Por todo ello, la legislación argentina, sabedora de la importancia ancestral de la coca en las culturas del NOA, sabiamente fijó el artículo 15 de la ley 23.737, en el que no se considera la hoja de coca en su estado natural, destinada a la práctica del coqueo o como infusión, como un estupefaciente. Evidentemente, los muchachos de la ONU -que no merecen ningún respeto de mi parte- confunden aserrín con pan rallado.
Franklin Pease, mi gran amigo fallecido en Perú, una de las mentes más luminosas en el estudio del mundo incaico y colonial español, me comentó sobre el impacto que tuvieron en su momento las ordenanzas del virrey Toledo, liberando el consumo de la coca al pueblo en general, a contrario sensu de la clase dominante inca, que tenía el control y monopolio de su uso como hoja sagrada. Si la hoja era buena, entonces debía ser buena para todos, pensó el virrey. Obviamente, ya tenía datos sobre su importancia contra la sed, el hambre, la hipoxia y la fatiga, todo lo cual redundaba en el trabajo en largas jornadas, principalmente en las faenas agrícolas y mineras en el espinazo andino. Además era buena para manejarse en las alturas.
La reacción no se hizo esperar, y a la par de que el pueblo comenzó a consumir la hoja de coca los nobles la abandonaron. Por ello hoy en día, en Perú y Bolivia, sólo consumen hojas de coca la clase baja, el cholaje pobre, el campesinado. No así la clase que se considera media a alta.
En cambio en el norte argentino, el consumo es transversal y vertical. La consume desde el peón del surco hasta quienes tienen raíces aristocráticas, desde el más encumbrado político o empresario hasta el más simple trabajador.
Las estatuillas antropomorfas de oro y plata que se encontraron con los niños del Llullaillaco muestran claramente la imagen del acullico en un costado de la cara. Las chuspas o bolsas que acompañan los cuerpos de estos chicos incas contienen también hojas de coca de uso ceremonial. O sea que en Salta y gracias al incanato, se coquea desde hace, al menos, 500 años. El coqueo fue estúpidamente prohibido durante la última dictadura militar en Argentina. Ello llevó a que la gente buscara en nuestros cerros una de las 230 variedades de coca que se conocen en América, a la cual llaman “acha-coca”. Porque nuestros ecosistemas son aptos para las plantas de coca, al punto que los jesuitas las plantaron en La Caldera y en Calilegua en el siglo XVIII y todavía quedaban plantas a mediados del siglo XIX, como rezan los trabajos de los primeros boletines agrícolas del país
La revista salteña Kallawaya, del Instituto de Investigaciones en Antropología Médica y Nutricional, dirigida por el Dr. Néstor H. Palma, en su último número especial N§ 16-17 (2009-2010; 84 p.), salió completamente dedicada al tema de la hoja de coca y el coqueo. Allí escriben científicos argentinos, especialmente antropólogos, sobre el valor de la hoja de coca y la práctica ancestral del coqueo en la historia y en la cultura andina. Entre ellos, Eugenia Flores escribió sobre el gusto, la costumbre y la utilidad de la hoja de coca en relación con sus usos sociales en Salta. La Dra. Olga Pretti, sobre las lesiones bucales por el uso de la coca. Las antropólogas Mirta Santoni y Graciela Torres, sobre la historia de la coca en América y su masticación.
Finalmente, el Dr. Carlos M. R. Sorentino y quien suscribe analizaron químicamente por metales pesados los distintos tipos de yista que se usan en Salta. Tal vez quien mejor resumió la historia de la coca para el hombre andino fue Ciro Alegría cuando escribió aquello de: “La coca es buena para el hombre, para la sed, para la fatiga, para el calor, para el frío, para el dolor, para la alegría, para todo es buena. Es buena para la vida. A la coca le preguntan los brujos y quien desea catipar; con la coca se obsequia a los cerros, lagunas y ríos encantados; con la coca viven los vivos, llevando coca entre las manos se van los muertos. La coca es sabia y benéfica”.
El Tribuuno de Salta; 14 feb 2011
La ONU pidió que se elimine el coqueo, esto es, el consumo ancestral de la hoja de coca. No me interesa traer a colación los conocidos argumentos de que si el vino es malo o es causa de accidentes, entonces habría que prohibir la uva; o que si el cigarrillo da cáncer a los fumadores luego de varios miles de atados, entonces hay que prohibir el tabaco. O en sentido contrario, de que los gringos deberían prohibir la Coca-Cola, o dejar de mascar tabaco, o dejar de comer hamburguesas y toda la comida chatarra. Aquí la cosa pasa por la ignorancia. Estos personajes, que se ocupan del narcotráfico a nivel internacional y que viven en los países que tienen el mayor consumo del mundo de estupefacientes, desconocen que en nuestra región andina el coqueo se remonta al período Holoceno. Nuestros pueblos, en aquellas lejanas épocas, ya habían descubierto la importancia de la hoja de coca y de la utilización de sustancias alcalinas para una mejor lixiviación de los alcaloides contenidos en la hoja. Usaban ellos la hoja de la coca y la yista, que preparaban con cenizas de plantas y otras sustancias carbonatadas y bicarbonatadas.
En el Perú se encontró un lugar (Valle de Nanchoc) con evidencias de hojas de coqueo y yista que datan de 8.000 años antes del presente (6.000 años antes de Cristo), asociado a habitaciones y fogones. O sea, en los Andes Centrales de América del Sur coqueamos (con yista incluida) desde hace 8.000 años, cuando los americanos del norte estaban corriendo desnudos delante de los búfalos. El hallazgo de esa coca tan antigua, las evidencias de que fue masticada y de que se usó yista para su lixiviación alcalina fue realizado por el Dr. Tom D. Dillehay y su equipo del Departamento de Antropología de la Universidad de Vanderbilt, Nashville, en Estados Unidos. Dillehay publicó un interesante trabajo en la revista científica Antiquity N§ 84 (2010), págs. 939-953, titulado “Early Holocene coca chewing in northern Peru” (“El masticado de la coca en el Holoceno temprano del norte del Perú)”, junto a un grupo de colaboradores americanos, peruanos y chilenos. Es decir que desde hace -al menos- ocho mil años los americanos del sur en el espacio andino mastican coca. Y lo hacen porque es una costumbre cultural, ancestral, arraigada profundamente en el ser andino. Costumbre que se transmite de padres a hijos. Que está en el nacimiento y en la muerte, en los festejos y en las alegrías, en la meditación profunda, en el remedio y en la enfermedad, en las penas y en las tristezas, en la magia y en el rito, está en todas partes, transversal y verticalmente: omnipresente. Para el hombre de campo, para el trabajador, para el minero, la coca es amiga y compañera, es confidente de penas y glorias, es parte íntima de su ser. Por todo ello, la legislación argentina, sabedora de la importancia ancestral de la coca en las culturas del NOA, sabiamente fijó el artículo 15 de la ley 23.737, en el que no se considera la hoja de coca en su estado natural, destinada a la práctica del coqueo o como infusión, como un estupefaciente. Evidentemente, los muchachos de la ONU -que no merecen ningún respeto de mi parte- confunden aserrín con pan rallado.
Franklin Pease, mi gran amigo fallecido en Perú, una de las mentes más luminosas en el estudio del mundo incaico y colonial español, me comentó sobre el impacto que tuvieron en su momento las ordenanzas del virrey Toledo, liberando el consumo de la coca al pueblo en general, a contrario sensu de la clase dominante inca, que tenía el control y monopolio de su uso como hoja sagrada. Si la hoja era buena, entonces debía ser buena para todos, pensó el virrey. Obviamente, ya tenía datos sobre su importancia contra la sed, el hambre, la hipoxia y la fatiga, todo lo cual redundaba en el trabajo en largas jornadas, principalmente en las faenas agrícolas y mineras en el espinazo andino. Además era buena para manejarse en las alturas.
La reacción no se hizo esperar, y a la par de que el pueblo comenzó a consumir la hoja de coca los nobles la abandonaron. Por ello hoy en día, en Perú y Bolivia, sólo consumen hojas de coca la clase baja, el cholaje pobre, el campesinado. No así la clase que se considera media a alta.
En cambio en el norte argentino, el consumo es transversal y vertical. La consume desde el peón del surco hasta quienes tienen raíces aristocráticas, desde el más encumbrado político o empresario hasta el más simple trabajador.
Las estatuillas antropomorfas de oro y plata que se encontraron con los niños del Llullaillaco muestran claramente la imagen del acullico en un costado de la cara. Las chuspas o bolsas que acompañan los cuerpos de estos chicos incas contienen también hojas de coca de uso ceremonial. O sea que en Salta y gracias al incanato, se coquea desde hace, al menos, 500 años. El coqueo fue estúpidamente prohibido durante la última dictadura militar en Argentina. Ello llevó a que la gente buscara en nuestros cerros una de las 230 variedades de coca que se conocen en América, a la cual llaman “acha-coca”. Porque nuestros ecosistemas son aptos para las plantas de coca, al punto que los jesuitas las plantaron en La Caldera y en Calilegua en el siglo XVIII y todavía quedaban plantas a mediados del siglo XIX, como rezan los trabajos de los primeros boletines agrícolas del país
La revista salteña Kallawaya, del Instituto de Investigaciones en Antropología Médica y Nutricional, dirigida por el Dr. Néstor H. Palma, en su último número especial N§ 16-17 (2009-2010; 84 p.), salió completamente dedicada al tema de la hoja de coca y el coqueo. Allí escriben científicos argentinos, especialmente antropólogos, sobre el valor de la hoja de coca y la práctica ancestral del coqueo en la historia y en la cultura andina. Entre ellos, Eugenia Flores escribió sobre el gusto, la costumbre y la utilidad de la hoja de coca en relación con sus usos sociales en Salta. La Dra. Olga Pretti, sobre las lesiones bucales por el uso de la coca. Las antropólogas Mirta Santoni y Graciela Torres, sobre la historia de la coca en América y su masticación.
Finalmente, el Dr. Carlos M. R. Sorentino y quien suscribe analizaron químicamente por metales pesados los distintos tipos de yista que se usan en Salta. Tal vez quien mejor resumió la historia de la coca para el hombre andino fue Ciro Alegría cuando escribió aquello de: “La coca es buena para el hombre, para la sed, para la fatiga, para el calor, para el frío, para el dolor, para la alegría, para todo es buena. Es buena para la vida. A la coca le preguntan los brujos y quien desea catipar; con la coca se obsequia a los cerros, lagunas y ríos encantados; con la coca viven los vivos, llevando coca entre las manos se van los muertos. La coca es sabia y benéfica”.
¿Cambiar la matriz productiva?
Por JULIO MORENO, Contador Público Nacional
(El Tribuno/Salta - Marzo/2011)
En recientes declaraciones el futuro Presidente de la Unión Industrial Argentina, José Ignacio De Mendiguren, hizo mención a que debemos cambiar la matriz (modelo) productiva de Argentina, si queremos mejorar la distribución y que “el salario vuelva a participar en forma permanente del 50% del ingreso nacional, introducir las nuevas tecnologías y que no exportemos soja sino biocombustibles”, advirtiendo a los candidatos que aspiran a un voto, que deberán dar respuesta a la pregunta de cómo vamos a integrar a Jujuy con la Capital Federal que tiene una renta per cápita de Bélgica y el interior del país de Africa.
Argentina debe planificar un desarrollo estratégico en el largo plazo. La reconstrucción de la industria o el cambio de la matriz o modelo productivo será clave en un proyecto de sociedad incluyente, en donde el empleo de calidad y la distribución de la riqueza sean los objetivos centrales de este proyecto.
Sabemos que la desocupación creció a partir de la segunda mitad de la década pasada, alcanzando su punto más elevado durante la crisis de 2001 y 2002. A partir de estos años la economía inició un proceso de recuperación de empleos, pero esto no alcanzó para disminuir la pobreza, ya que existe una gran cantidad de trabajadores pobres.
Por eso cabe concluir que hemos reducido la desocupación pero no la pobreza y una de las causas que explican este fenómeno es que no hay empleos de calidad que garanticen buenas remuneraciones. Todo esto sin considerar a la inflación que también contribuye a aumentar la pobreza.
Hacer un buen diagnóstico
Para poder hacer un buen programa productivo estratégico, primero debemos hacer un buen diagnóstico. Argentina está dividida en tres secciones: a) los grupos urbanos de consumo y servicios, donde funciona el núcleo de la industria manufacturera, que incluye a Capital Federal, el Gran Buenos Aires, Córdoba y Rosario; b) la pampa húmeda con su producción agropecuaria y las industrias y servicios asociadas, y c) las economías regionales.
Todas estas secciones han crecido, ya sea por el aumento del consumo interno generado principalmente por el gran gasto del sector público y por los aumentos de los precios internacionales de los productos agrícolas que producimos. Sabemos que esta bonanza no durará mucho tiempo, y es por eso que debemos replantear rápidamente el modelo productivo que queremos.
En base a esta realidad, el desafío debería estar dirigido a estimular la reconversión productiva y generar nuevos bienes y servicios, es decir generar mayor valor agregado a lo que producimos (productos primarios), e incorporar a la producción mayores insumos tecnológicos para poder competir con nuestros productos en el mundo.
Para ello es necesario que nuestro país tendría que eficientizar las instituciones de desarrollo, para planificar y controlar la implementación y el financiamiento de las políticas de reconversión.
La política industrial tiene que ser la base para modificar la matriz productiva, siendo el sector público nacional y provincial junto al sector privado, la clave en la determinación de los procesos de desarrollo, pensando en un proyecto de país a largo plazo, con pleno empleo y justicia distributiva.
No equivocarse al elegir
Se puede afirmar que existen dos formas de incentivar el desarrollo industrial. La primera -llamada de tipo horizontal-, que sólo se limita a corregir determinadas distorsiones del mercado, como por ejemplo las dificultades de acceso al crédito para determinado segmento de empresas o la carencia de mano de obra o la falta de personal capacitado para realizar trabajos específicos.
La segunda -y más importante estratégicamente, que no tiene nada que ver con la primera- es la que busca generar y estimular una nueva estructura productiva, es decir, cambiar la matriz.
Para entender mejor el modelo que busca crear una nueva matriz productiva es interesante mencionar la que aplicó Japón cuando el Gobierno decidió incentivar las industrias que necesitaban empleo intensivo de capital y tecnología, en actividades como las del acero, la refinación de petróleo, la maquinaria industrial de toda clase y la electrónica. Por supuesto, en el corto plazo no cerraba la apuesta, ya que Japón no produce las materias primas para abastecer a estas industrias. Pero en el mediano y largo plazo estas actividades fueron las que más crecieron. El progreso tecnológico en estas empresas fue rápido y dinámico, lo cual permitió que tenga mano de obra capacitada y de mucha productividad.
Quizás este ejemplo explica por qué su economía y el ingreso per cápita de los más de cien millones de habitantes de este país está entre los cinco primeros del mundo (hoy desgraciadamente desbastado).
Con otro ejemplo, quiero referirme a una contradicción en la toma de decisiones estratégicas. A fines de los 80, mientras América Latina aplicó políticas para reducir o limitar los alcances de su política industrial, muchos países del sudoeste asiático las profundizaron, siendo los resultados opuestos.
En 1980 América Latina participaba con el 7% del producto industrial mundial; y en el 2005 esta participación se redujo a menos del 5%. En cambio, los países del este asiático (sin incluir China) pasaron del 4% al 12% en ese mismo período.
Nuestro país siempre ha sido objeto de estudio y comparaciones de varios investigadores y analistas económicos, haciendo mención al modelo de desarrollo que utilizó Japón solamente con recursos humanos y sin recursos naturales, y que después de una devastadora guerra llegó a ser la tercera economía del mundo. En cambio Argentina, que tiene los recursos naturales, no pudo ser potencia. ¿Será porque nuestros recursos humanos no son compatibles con los recursos naturales?, ¿o éstos han sido demasiados apetecibles que no permitieron cambiar la matriz productiva? Lo podremos hacer ahora.
(El Tribuno/Salta - Marzo/2011)
En recientes declaraciones el futuro Presidente de la Unión Industrial Argentina, José Ignacio De Mendiguren, hizo mención a que debemos cambiar la matriz (modelo) productiva de Argentina, si queremos mejorar la distribución y que “el salario vuelva a participar en forma permanente del 50% del ingreso nacional, introducir las nuevas tecnologías y que no exportemos soja sino biocombustibles”, advirtiendo a los candidatos que aspiran a un voto, que deberán dar respuesta a la pregunta de cómo vamos a integrar a Jujuy con la Capital Federal que tiene una renta per cápita de Bélgica y el interior del país de Africa.
Argentina debe planificar un desarrollo estratégico en el largo plazo. La reconstrucción de la industria o el cambio de la matriz o modelo productivo será clave en un proyecto de sociedad incluyente, en donde el empleo de calidad y la distribución de la riqueza sean los objetivos centrales de este proyecto.
Sabemos que la desocupación creció a partir de la segunda mitad de la década pasada, alcanzando su punto más elevado durante la crisis de 2001 y 2002. A partir de estos años la economía inició un proceso de recuperación de empleos, pero esto no alcanzó para disminuir la pobreza, ya que existe una gran cantidad de trabajadores pobres.
Por eso cabe concluir que hemos reducido la desocupación pero no la pobreza y una de las causas que explican este fenómeno es que no hay empleos de calidad que garanticen buenas remuneraciones. Todo esto sin considerar a la inflación que también contribuye a aumentar la pobreza.
Hacer un buen diagnóstico
Para poder hacer un buen programa productivo estratégico, primero debemos hacer un buen diagnóstico. Argentina está dividida en tres secciones: a) los grupos urbanos de consumo y servicios, donde funciona el núcleo de la industria manufacturera, que incluye a Capital Federal, el Gran Buenos Aires, Córdoba y Rosario; b) la pampa húmeda con su producción agropecuaria y las industrias y servicios asociadas, y c) las economías regionales.
Todas estas secciones han crecido, ya sea por el aumento del consumo interno generado principalmente por el gran gasto del sector público y por los aumentos de los precios internacionales de los productos agrícolas que producimos. Sabemos que esta bonanza no durará mucho tiempo, y es por eso que debemos replantear rápidamente el modelo productivo que queremos.
En base a esta realidad, el desafío debería estar dirigido a estimular la reconversión productiva y generar nuevos bienes y servicios, es decir generar mayor valor agregado a lo que producimos (productos primarios), e incorporar a la producción mayores insumos tecnológicos para poder competir con nuestros productos en el mundo.
Para ello es necesario que nuestro país tendría que eficientizar las instituciones de desarrollo, para planificar y controlar la implementación y el financiamiento de las políticas de reconversión.
La política industrial tiene que ser la base para modificar la matriz productiva, siendo el sector público nacional y provincial junto al sector privado, la clave en la determinación de los procesos de desarrollo, pensando en un proyecto de país a largo plazo, con pleno empleo y justicia distributiva.
No equivocarse al elegir
Se puede afirmar que existen dos formas de incentivar el desarrollo industrial. La primera -llamada de tipo horizontal-, que sólo se limita a corregir determinadas distorsiones del mercado, como por ejemplo las dificultades de acceso al crédito para determinado segmento de empresas o la carencia de mano de obra o la falta de personal capacitado para realizar trabajos específicos.
La segunda -y más importante estratégicamente, que no tiene nada que ver con la primera- es la que busca generar y estimular una nueva estructura productiva, es decir, cambiar la matriz.
Para entender mejor el modelo que busca crear una nueva matriz productiva es interesante mencionar la que aplicó Japón cuando el Gobierno decidió incentivar las industrias que necesitaban empleo intensivo de capital y tecnología, en actividades como las del acero, la refinación de petróleo, la maquinaria industrial de toda clase y la electrónica. Por supuesto, en el corto plazo no cerraba la apuesta, ya que Japón no produce las materias primas para abastecer a estas industrias. Pero en el mediano y largo plazo estas actividades fueron las que más crecieron. El progreso tecnológico en estas empresas fue rápido y dinámico, lo cual permitió que tenga mano de obra capacitada y de mucha productividad.
Quizás este ejemplo explica por qué su economía y el ingreso per cápita de los más de cien millones de habitantes de este país está entre los cinco primeros del mundo (hoy desgraciadamente desbastado).
Con otro ejemplo, quiero referirme a una contradicción en la toma de decisiones estratégicas. A fines de los 80, mientras América Latina aplicó políticas para reducir o limitar los alcances de su política industrial, muchos países del sudoeste asiático las profundizaron, siendo los resultados opuestos.
En 1980 América Latina participaba con el 7% del producto industrial mundial; y en el 2005 esta participación se redujo a menos del 5%. En cambio, los países del este asiático (sin incluir China) pasaron del 4% al 12% en ese mismo período.
Nuestro país siempre ha sido objeto de estudio y comparaciones de varios investigadores y analistas económicos, haciendo mención al modelo de desarrollo que utilizó Japón solamente con recursos humanos y sin recursos naturales, y que después de una devastadora guerra llegó a ser la tercera economía del mundo. En cambio Argentina, que tiene los recursos naturales, no pudo ser potencia. ¿Será porque nuestros recursos humanos no son compatibles con los recursos naturales?, ¿o éstos han sido demasiados apetecibles que no permitieron cambiar la matriz productiva? Lo podremos hacer ahora.
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